Conflictos



Quizás el conflicto que voy a mencionar sea el menor problema del profesor, dado todo lo que se ha mencionado en clase. Sin embargo, esta situación es la situación con la que más me he encontrado en el aula y que más me ha molestado. 

Empezar la clase y ver a los típicos chavales que se sientan al final de la clase hablar entre risitas. Llamarles la atención. Ver que paran nada más que un minuto y siguen con la charla y las risitas. ¿Qué tiene tanta gracia? Empezar a hacer esas típicas preguntas de profesor. ¿Nos lo contáis y nos reímos todos? Cumplir uno de esos yo nunca que te habían impuesto antes de empezar todo esto. Se siguen riendo y les da igual. Pues yo en esos momentos no puedo. Suelo hasta parar la clase. Me siento en el escritorio o me acerco a ellos o ellas y me quedo mirando en silencio, esperando a que terminen. Normalmente hasta tardan en darse por aludidos, pues la clase no va con ellos y yo estoy allí para hacerles pasar el rato. A veces se callan otro minuto, a veces no. Aquí es donde empiezas a cumplir con los puntos del profe que tuviste en la ESO. Separarles, mandar a uno a hablar con el director. Amenazar con más deberes. Quizás incluso con un examen ya. En secundaria, poner un parte, expulsar. Pero que nada funcione y que al final se acaben riendo toda la clase. Lo que más me molesta es ver lo mucho que cohiben a sus compañeros al hablar. Porque se ríen. Yo sé que no se ríen de ellos, pero es lo que parece y los más tímidos no quieren participar. Esta es la situación que me saca de mis casillas, porque lo intentar a la antigua y no parece funcionar, nada de nada. Clase tras clase, la misma historia.

Entonces, con el tiempo he aprendido que algunas clases tienen a alumnos que necesitan expresarse más, más veces, más tiempo. Que tienen que aprender a respetar a sus compañeros y que no se consigue nada amenazando, expulsando, aumentando los deberes o llamando la atención constantemente. 

Hace un par de años conocí a una niña de segundo de la ESO que realmente me sacaba de mis casillas. Si hacíamos un ejercicio en clase, ella ponía las respuestas aleatoriamente para terminar en un minuto y ponerse a hablar con la compañera. Levantaba la voz y se reía constantemente. Cero respeto, ni por mí ni por sus compañeros. Ni siquiera al ponerles una película conseguí que se calmara. Hice todos los yo nunca que os he mencionado antes. Malas evaluaciones. No pone atención en clase. Distrae a sus compañeros. No hace los deberes. ¿Funcionó? No. Claro que no. Si esto no les funcionaba a mis profesores en el instituto, ¿por qué iba a funcionarme a mí?

Pero creedme si os digo que acabamos llevándonos bien, que terminó participando en clase y que dejó de incordiar. ¿Qué funcionó? Involucrarla mucho en clase. Primera fila, a mi lado. Trabajar , trabajar y trabajar. Desde el respeto, siempre. Sin castigos. Fijar los objetivos y las partes de la clase de manera muy clara desde el principio. Hacer que ella formara parte de todo. Aprender de su ritmo y sus formas, no imponer las mías. Me costó mucho trabajo y frustración, no voy a mentir. Tampoco se convirtió en una alumna modelo ni mucho menos, pero yo podía dar mis clases, sus compañeros no se distraían, ella estaba siempre entretenida. Las cosas empezaron a funcionar y las risitas de fondo desaparecieron. 

La conclusión a la que pude llegar es que cada alumno tiene su forma, no todos encajan en el modelo de educación y no todos tienen la misma relación con el profesor como autoridad. Por ello, es importante no forzar que encajen a la fuerza, sino darles una oportunidad para poder decirnos qué esperan, cómo quieren o cómo les gustaría que fueran las cosas. No creo que siempre funcione, pero hay que intentarlo. 

Comentarios

Entradas populares de este blog